Hace
unos días, un buen amigo me comentó que tenía recopiladas unas
trescientas leyendas relativas a Granada. Lo primero que le dije es
que se tenía que poner a escribir un libro pero de forma inmediata,
aunque él, y por su experiencia personal, me dijo que no pensaba
meterse en tan ardua tarea, pues por su forma de ser y su
autoexigencia personal, le supondría un esfuerzo sobrenatural.
Ciertamente
y a colación de esta pequeña conservación, es cierto que Granada
es una ciudad que ha dado a pie a cientos de leyendas, algunas
recogidas de forma excepcional, como las que dieron como fruto el
libro de “Cuentos de la Alhambra”, magistralmente escrito por
Washington Irving, y otras de carácter más autóctono como las de
Afán de Ribera, recogidas en varias de sus obras.
Granada
es una ciudad de cuento, y una ciudad de leyenda, cuyo origen hay que
buscarlo en ese cambio de ciudad musulmana que tras ocho siglos pasó
a ser cristiana de la noche al día. Hay que buscarlo en esos
tesoros que los musulmanes dejaron enterrados en cada uno de los
rincones de esta bella ciudad, hay que buscarlo en una ciudad que fue
Visigoda, fue Romana, fue Judía, fue íbera, y sin embargo una
ciudad cuyo origen todavía es un misterio.
En
este blog hemos expuesto algunas leyendas y nuestro deseo es seguir
compartiendo todas aquellas que conozcamos, pero sobre todo que nos
permitan visitar el lugar, o el espacio donde tuvieron lugar, para
que así nuestro lector, pueda luego acudir esos lugares y recrear
los hechos acontecidos.
En
esta ocasión cogemos la Leyenda de Afán de Ribera llamada “El
Aljibe de la Vieja. Leyenda que en muchos de los paseos que he
realizado a lo largo de los años por el Albaicín, ha sido un
recurso y un aliciente más, usado por los guías turísticos,
historiadores u organizadores de paseos, para complementar la visita.
LA
LEYENDA:
I
-¡Qué
miedo anoche, comadre María! Apenas recé las ánimas , di tres
vueltas a la llave del portón y tapé las rendijas de las ventanas
con los restos de mi último zagalejo. Siquiera pude dormirme
pensando si el espanto del Aljibe se introduciría en mi aposento.
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Zagalejo |
-¡Cómo
ha de ser Joaquina! Nuestros pecados llaman a voces el enojo celeste,
y estamos abocados a presenciar castigos tremendos. Bien lo dice en
sus sermones el padre Benito de San Diego.
-¿Y
no dice también el fraile de nuestro convento vecino que no es
regular que paguen justos por pecadores? - preguntó con voz
estentórea y un poco tomada por el vino , un robusto mancebo con
visos de soldado.
-Callaos,
hereje; más valiera que acabarais de cepillar vuestro uniforme,
que se lleva todas las noches la cal de la ventana de la Dorotea.
-Pues
por eso lo digo, santa...mujer. Si no hubiera lenguas maldicientes y
ojos que ven visiones, no se escondería apenas mi novia el sol se
pone, por miedo a vuestros romances. Pero ya se buscará medio de
alentar a las mozas del barrio, y de romper las costillas a fantasmas
y sus procuradores.
-Insensato
judío- clamaron ambas mujeres- acercándose en ademán de arañarlo.
Y
en esto hubiera venido a parar el caso, si los gritos de una porción
de muchachos, precursores de la llegada de una anciana, no hubiera
interrumpido el poco edificante diálogo.
-¡Qué
lo cuente, que lo cuente! La tía Salvadorica lo ha visto- exclamaban
las voces infantiles del concurso.
-Diga
cuanto sepa, -madre Salvadora, - añadieron las mozuelas que venían sirviéndole de escolta.
Ea
pues, voy a complaceros – respondió parándose en medio del ya
formado corro; - dejadme me siente en esta piedra , que recuerda mis
primeros años, y hagamos la señal de la cruz para que el espíritu
maligno no se goce en ver cómo nos espantan los srtiunfos de sus
inicuas artimaña.
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Aljibe de la vieja |
II
Pero
antes digamos al lector dónde ocurre esta escena. Alumbrada por un
sol de Mayo, tal como brilla en la poética Granada, la placeta del
Mentidero del antiguo Albaicín ostentaba en el año 1640 algunos
restos del esplendor de aquel populoso barrio. Oíase el monótono
ruido de los telares dónde se tejían las famosas cintas con tanto
aprecio recibidas en América, y las festivas coplas de los
trabajadores, la vista de las mujeres haciendo sus faenas en los
portales de las entreabiertas moradas, y el humo del hogar que en
tranquilas espirales se elevaba a las nubes, dando un aspecto de
alegría y bienestar al cuadro de aquellos pasados tiempos, cuyo
contrate puede formar el curioso que recorra hoy los ya descritos
lugares.
Reposó
un momento la Salvadora, y notando que la concurrencia estaba
pendiente de sus labios, con voz agradable, aunque temblona, dijo
así:
III
-
Recordaréis que hace un año que murió la poseedora de aquel
huertecillo que da frente a ese pequeño callejón que conduce al
escondido aljibe. La pobre María Tomillo no gozaba de la mejor
reputación. Sin familia, avarienta y nada devota, todo su afecto lo
cifraba en el huerto, cuyos frutales cuidaba con un esmero sin
límites, y defendía furiosa de los ataques de toda esa turba que
me escucha. Más de una de vuestras frentes conserva recuerdos de los
guijarros que os arrojaba, y algún que otro cuerpo no quedó con
hueso sano al caer precipitadamente de las tapias que franqueara en
mal hora. Sobre todos los árboles, una enorme y copuda higuera
gozaba de su mayor predilección. Cada vez que, al madurar el sabroso
fruto, las manos profanas de los muchachos del barrio cogían uno de
aquellos amarillentos higos, la Tomillo prorrumpía en horribles
blasfemias, y su furor no conocía límites. Muchas veces, el señor
alcalde del barrio tuvo que apaciguar hondas querellas entre los
vecinos, y la época de la madurez de los higos era tan notada como
un principio de guerra civil. ¡Y lo que pueden las malas pasiones,
queridos míos!- añadió la narradora: - afirman que la María, en
un acto de cólera, al saber que Toñuelo, el hijo del sacristán,
que marchó de arcabunero a los tercios reales, le había cogido lo
más preciado del fruto, ofreció su alma al diablo con tal de que
hechizara el árbol, y nadie pudiese saciar en él sus apetitos.
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Arcabucero |
-¡Qué
horror! - exclamaron todos con espanto.
-Pues
no paró en eso – continuo la Salvadora- Lucifer debió escuchar las
suplicas de la mala hembra, pues desde entonces la higuera, cuya
frondosidad aumentaba cubriendo la fresca cisterna, no se vio privada
de ninguno de sus retoños, pues si algún rapazuelo cogía el más
blando y amarillento higo, lo arrojaba al saborearlo, como si hubiese
probado el rejalgar. Y la Tomillo, en vez de enfurecerse como antes,
se reía irónicamente e invitaba a los aficionados, que huían
presurosos del ya no envidiado festín. Y es más: hasta la sombra
de la higuera encantada producía tan malos efectos, que quien se
guarecía en ella, adquiría una enfermedad desconocida; y quien la
contemplaba, divisaba en su penumbra trasgos y fantasmas que flotaban
en confuso remolino.
Se
sucedían las estaciones; el fruto se conservaba íntegro, y la
dueña, cada vez más fosca y horrible, pasaba horas enteras admirándolo. Murió, como sabéis, hace un año, en aquella noche
medrosa en que el viento hizo voltear por sí sólo las campanas de
nuestra parroquia; y por más que se le haya querido echar tierra al
asunto, el cuerpo de la desventurada María voló al ser conducida al
cementerio.
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Interior del Aljibe |
-
Por eso dicen que aparece en el huerto; por eso no se puede asomar
ninguna a sus ventanas apenas la noche se apodera de estos contornos
– añadió una colorada mozuela, que como una estatua había
estando escuchando a la narradora. - A eso voy, Ritilla –
replicó aquélla;- y ahora entra lo más grave de este espinoso
asunto. Bien os consta que, armada de mi escapulario, no temo a los ángeles caídos, y que mi curiosidad también es de las que necesitan
satisfacerse. -Ahí llaman, - interrumpió el soldado, que
al principio se manifestara tan incrédulo. La mirada que le arrojó
el auditorio fue tan significativa, que calló, y la anciana
prosiguió diciendo: - Hace tres noches, me propuse averiguar la
verdadera causa de los rugidos y lamentos que se oían sobre el
aljibe. Eran las doce; me asomé a la ventana que domina el huerto,
y cuando terminaron las últimas campanadas de la Vela, una sombra de
mujer, parecida a la Tomillo, brotó, por decirlo así, de la boca de
la cisterna, y, columpiándose en el aire, dando agudos chillidos,
empezó a dar vueltas, de un modo que mareaba, al rededor de la
higuera, que como por encanto se cubría de sazonado fruto. A poco,
otras sombras fueron apareciendo; después otras, todas leves,
vaporosas con rostro humano, y semejanzas a ya difuntos moradores de
este barrio, que, formando círculo con el árbol, alargaban sus
brazos a recoger las dadivas de la poseedora de la heredad. Redoblé
mi cuidado, y aquellos presentes eran magníficos: unos higos eran de
oro, otros de piedras preciosas y los más diminutos con que brindaba
a las sombras más pequeñuelas, deberían ser de dulce, según el
ansia con que los acogían los más afortunados. Después, cuando
todos parecían satisfechos, la sombra primera empezó un monótono
canto, y sus compañeras bailaban girando en torno del encantado
árbol, primero pausada, luego conuna rapidez desconocida. Y así
continuaron su locura hasta los primeros albores de la mañana, en
que la sombra de la Tomillo se convirtió de repente en una espantosa
lechuza, que, dando un aterrador graznido, se hundió en el aljibe
mientras las restantes sombras, transformándose en feos pajarracos
de agudo pico, embestían al árbol, que semejaba lanzar hondos
gemidos, desapareciendo luego por el mismo sitio que su funesta
precursora. Yo cerré la ventana medio muerta de susto, y ahí
tenéis explicado el ruido que se escucha por las noches, y las
visiones que la que deja la luz encendida contempla a traves de los
agujeros de su vivienda, para perder la dulce tranquilidad del
sueño. Calló la tía Salvadora; los concurrentes se
marcharon medrosos a pesar del sol, y únicamente el aprendiz de
soldado guiñó a tres de sus camaradas, y se dirigieron presurosos a
la taberna.
IV La
noche del día en que se verificó la narración al aire libre, como
a las once y media de la misma, cuatro bultos se dirigían a la
estrecha calleja que desde las Cuestecittas conduce a la placeta del
Aljibe. Ni luna ni estrellas se divisaban en la celeste bóveda, pues
nubes opacas cubrían el espacio, y ningún ruido turbaba el silencio en aquel medroso contorno. Colocados enfrente de la boca del
acueducto los cuatro bultos, que eran Antón el soldado y sus tres
camaradas, con paso no muy seguro entornaron la espesa celosía que
resguardaba el agujero, poniendo una enorme tranca apoyada en la
tierra como para doble seguridad. - Ahora veremos por dónde sale
la Tomillo y quién es el guapo que pone en consternación al
vecindario – dijo el soldado hablando quedo a sus compañeros; - al
menor golpe que sintamos, manos a las espadas, y hagamos el conjunto con tajos y reverses. - Conformes, Antón – contestó el de
más edad;- pero fortalezcamos el estómago con una docena de tragos,
que es una receta de gran valía contra los espantos. -
Pero es señal de poco valor- le dijo otro de los jayanes, que se
apoyaba en una descomunal espada. - Ya veremos cuando llegue
la ocasión, señor guapo – le contestó el primero, - aunque la
noche se pone tan oscura que no se verá el color de tu rostro.
- Silencio – replicó Antón ; - pongámonos en esta
esquina, que se acerca el momento. Las tinieblas se aumentaban por
grados; un tenue rumor empezó a dejarse oir dentro del aljibe; y al
extinguirse el eco de una campanada de la iglesia cercana, un golpe
duro resonó en la celosía. -¿Qué suena? - se preguntaban
temblando los ya acobardados mancebos. ¿No decías, Antón, que era
mentira lo que se cuenta, ó nos lías traído a que nos lleven las
brujas ? No estaba más tranquilo Antón; y sin responderles nada les
ofreció la bota, de la que sorbieron un crecido trago. A los dos
minutos, otro golpe más fuerte se hizo oír; apareció una luz
pequeña, pero brillante, y una mano de esqueleto se filtró, por
decirlo así, por entre los claros de la madera; quitó la tranca, y
prolongándose de un modo horrible aquel huesudo brazo, llegó al
esquinazo en donde estaban muertos de miedo los cuatro valentones, y
les sacudió la más tremenda paliza que se pueda imaginar. Al menos
así lo contaban al día siguiente al maese barbero que fue a
gobernarles los desperfectos de las espaldas, por más que algunos
maliciosos suponían que aquellos cardenales y chichones eran
producidos por las caídas que dieron a impulsos del temor y de los
vapores del mosto, en la desenfrenada carrera que tuvo por término
el empedrado de la Plaza Larga.
V Corrieron los
tiempos; la Iglesia tomó cartas en el negocio; se exorcizó la
finca, que, al pasar a distinto poseedor, cortó y deshizo el
arbolado, y se prohibió, bajo pena de excomunión, hablar de
aquellos maleficios; pero la Salvadora, con sus gestos, insistía en
sus afirmaciones, y la tradición pasó como moneda corriente entre
el vulgo, que, al mirar anualmente retoñar la siempre en balde
arrancada higuera, decían en voz baja: -Por mucho que trabajen, el
alma condenada de María Tomillo estará dando sus encantados frutos
hasta la consumación de los siglos.
VI
Nosotros
no podemos salir garantes de la verdad de este cuento; pero el
incrédulo lector puede subir al sitio indicado, y en una limpia
placeta, formada por las tapias de los huertos que la rodean, en el
frente principal, descubrirán un fresco receptáculo de clarísima
agua, con su medio punto árabe, su losa de piedra de Sierra Elvira,
que desde tiempo inmemorial es conocido con el gráfico nombre de
Aljibe de la vieja, donde aun hoy mismo las jóvenes despreocupadas
van con sus relucientes cántaros a las altas horas de la noche a
esperar se presente la sombra que refiere la tradición, repartiendo
sus higos de oro.
Así
termina esta leyenda contada por Antonio Joaquín Afán de Ribera en
el libro Tradiciones, leyendas y cuentos granadinos, publicado al
menos en la edición consultada en el año 1885.
Por el texto leído encontramos varios lugares y
topónimos fácilmente identificables, por supuesto el primero y el
que da nombre a esta leyenda, el del Aljibe de la Vieja, que aún
sigue en pie, con su portada de ladrillo, su arco musulmán y su
piedra de Sierra Elvira, la plaza del Mentidero o Plaza Larga, son
otros lugares que aún a fecha de hoy conservan idénticos nombres,
respecto a la Iglesia mencionada, cabe esperar que se refiera a la de
San Luis, por ser la más cercana a estas calles, si bien pudiera
referirse a la del Salvador o San Gregorio y no tanto a Santa Isabel
de los Abades, pues la pobre y debido a unas riadas fue demolida
pasando su feligresía a la de San Luis.
|
Antonio Joaquín Afán de Ribera |
Curioso
y mención tiene el teñir de la campana de la Torre de la Vela, con
la cual, los campesinos y labriegos de Granada regulaban los riegos
de la Vega de Granada.
Afortunadamente esta
leyenda más o menos es conocida, incluso he encontrado una
representación teatral realizada por el CEPER Almánjayar Cartuja y
cuyas fotos podéis ver en el siguiente enlace.
https://blogsaverroes.juntadeandalucia.es/aulasantaamelia/2019/04/30/el-aljibe-de-la-vieja/
Ya
sólo queda que cojáis el callejero del Albayzín, y entrado por la
Plaza del Mentidero, busquéis a la Salvadorica sentada en su poyete
de piedra, pero si no está, no tenéis más que avanzar unos metros
hasta esa pequeña placetilla dónde se encuentra el aljibe, si bien
yo siempre he ido por la mañana, o como mucho al atardecer, lo mismo
vosotros tenéis la valentía y osadía de acudir cuando las sombras
de la noche se hacen dueñas de la calle.
|
Placa Afán de Ribera |
BIBLIOGRAFÍA:
Joaquín Afán de Ribera: Tradiciones, leyendas y cuentos del Albaicín 1885. El aljibe de la vieja.
Hernández Martín, Fco Javier. El aljibe de la Vieja.