Translate

jueves, 5 de agosto de 2021

Leyendas de Granada: La laguna de Vacares.

 


Sierra Nevada tiene en su territorio una gran variedad de lagunas y lagunillos, algunas de ellas muy conocidas como la laguna de las Yeguas, otros algo escondidos y difíciles de acceder como el lagunillo misterioso, pero también hay lagunas llenas de leyendas e historias, y sin duda alguna la laguna de Vacares es su mejor referente, se encuentra bajo el Puntal de Vacares en una de las zonas de la Sierra menos transitadas, de hecho se queda lejos de la estación de esquí de Pradollano y del eje Veleta-Mulhacén tan transitado por excursionistas y montañeros. Está a una altura de 2869 metros es una laguna de origen glacial con una gran profundidad, lo que ya de hecho le da un aspecto siniestro, no cuenta con salida de agua como otras lagunas de Sierra Nevada.


Históricamente las gentes de Sierra Nevada han dicho de esta laguna que es un ojo de Mar que comunica con el Mediterráneo, que encierra un filón de oro en sus profundidades, que encierra un palacio moro, o que da albergue a un pájaro blanco que anuncia la muerte entre otros. Estas leyendas han sido recogidas por varios autores como Fidel Fernández o Titos Martínez, y a continuación vamos a reproducir algunas de ellas.





Leyenda del “Pájaro blanco de Vacares”.


Hace ya muchos años que tres cazadores de cabras monteses que seguían los rastros de una res se perdieron en los laberintos de la Sierra, y se encontraron, ya bien entrada la noche, en los precipicios que rodean a la Laguna de Vacares, de donde era imposible salir sin luz del día. Buscaron, pues, una oquedad en la que guarecerse, y se prepararon a dormir al abrigo del refugio improvisado, quemando algunas ramas de sabina para calentarse.

Era una noche tenebrosa. El cielo estaba cubierto de nubes, y temiendo el ataque de los lobos, acordaron que uno de los cazadores vigilara junto al fuego, mientras los otros dos se envolvían en mantas, con la carabina al alcance de la mano.

Buen rato llevaba de centinela el cazador a quien correspondía el primer tercio de la guardia, cuando observó una lucecilla brillante y azulada, que como estrella fugitiva giraba junto a él. Arrojó, alarmado, un haz de leña sobre los rescoldos de la hoguera, y al lograr un vivo resplandor que disipó la oscuridad pudo apreciar que la luz que tanto había llamado su atención brillaba entre los ojos de un pájaro blanco, que le miraba fijamente.

Requirió el cazador la carabina, y apuntando con cuidado, hizo fuego. La detonación retumbó de roca en roca como un trueno formidable; se apagó de repente la blanca lucecita, y del lugar donde el ave posaba sus plantas, surgió una hermosísima mujer vestida de blanco, que lo miraba sonriente, llamándolo con palabras de amor.

Cuando al amanecer despertaron los otros dos cazadores, hallaron junto a las cenizas de la hoguera el rifle disparado de su compañero, y a pesar de registrar los alrededores con cuidado, no lo pudieron encontrar entre las rocas que se acumulan en Vacares, por lo cual dedicaron el día a recorrer uno por uno los recovecos cercanos de la Sierra, volviendo cerca del ocaso a refugiarse en la misma guarida que les cobijó la noche anterior.

Se acostó bajo la roca el más joven de los dos, y comenzó el mayor la vigilancia, paseando, arma al brazo, junto a la hoguera chispeante. Un ruido extraño le hizo fijar la atención en una hermosa ave blanca, que en círculos espaciosos y pausados se cernía sobre él. En la frente de aquel pájaro brillaba un magnífico diamante, que despedía destellos azulados. El cazador quedó absorto. El ave se detuvo de pronto, inmóvil sobre una roca, tapándose con un penacho de plumas la luz que fulgía en medio de su frente, y dando lugar a que el montañés, repuesto de la impresión, apuntase con la escopeta e hiciera fuego sobre el pájaro, que se transformó en una mujer admirable, ante la que cayó fascinado, de rodillas, el cazador de monteses.

Cuando a la mañana siguiente despertó su compañero, se encontró solo, absolutamente solo, en la orilla de la laguna de Vacares. Poseía el valor nativo de los montañeses y no le arredró la soledad. Decidido a desentrañar el secreto de aquellas misteriosas desapariciones, se preparó a pasar la noche vigilante en la misma gruta que les había servido de pasajero refugio. Encendió lumbre, puso a mano la escopeta y se recostó sobre la roca, dispuesto a pasar la noche en vela.

De pronto, brilló una cosa blanca al otro lado del fuego; lo blanco tomó forma de ave que se transformó en una mujer muy hermosa. Ligera como el viento, y antes de que el cazador hubiera podido incorporarse, estaba a su lado la bella aparición, y tocándole con un dedo entre los ojos, lo sumió en un profundo letargo.

La ondina, mirando fijamente al cazador, fue presa de un estremecimiento y, cuando quiso arrastrar al joven hacia la laguna, notó una sensación extraña que nunca había experimentado. ¡Qué bello es!, se dijo. Quedó unos instantes en silencio, reflejando en su rostro huellas de una profunda emoción; pudo, al fin, dominar la perfidia de sus instintos destructores, y se fue inclinando poco a poco hasta poner sus labios en la frente del cazador, donde depositó un beso de pasión. ¡Este no! –murmuró sonriendo– ¡Tan joven! ¡Tan bello! ¡Perezcan otros por él! ¡Este será mi amante, y yo seré su esclava, si me concede su amor!

La bella aparición recobró la forma alada, y colocando sobre su lomo al dormido cazador, se lanzó a la laguna, atravesó sus ondas, y pronto estuvo con su preciosa carga en la gruta misteriosa que le servía de guarida.

Cuando el cazador abrió los ojos en un palacio de cristal, iluminado por diáfana claridad, tenía a sus pies, rendida y sonriente, a la misteriosa dama blanca que solicitaba sus amores.

Aquella gruta resultó para el joven cazador un paraíso en miniatura. Los días pasaban sin sentir. El pájaro blanco, siempre a los pies del mancebo, dejó de presentarse sobre la tierra, y sólo vivía para el galán afortunado. Mucho tiempo transcurrió sin que iluminara con su luz fosforescente las sombrías laderas de la laguna de Vacares.

Un día, sin embargo, despertaron sus apetitos carniceros y abandonó por unas horas al mancebo, para volver a sus acechaderos de la Sierra. Curioso, el cazador se entretuvo en recorrer las galerías del dorado calabozo, en una de las cuales, y entre restos de pastores devorados por la ondina, reconoció los de sus compañeros.

Se apoderó de él un terror profundo, y el recuerdo de sus padres le trajo el deseo ardiente de salir de allí. Pero no le era fácil conseguirlo, ni hubiera podido 1ograrlo si, guardando un profundo disimulo, no hubiera sugerido una noche a su guardiana la idea de que lo sacara, siquiera por unas horas, a pasear sobre la superficie de la tierra.

Extendió la bella ondina, convertida en ave blanca, las dos alas por el aire; y a caballo sobre ellas el amante, remontaron hasta una roca erguida en medio de un valle solitario. Sacó entonces el cazador un pequeño crucifijo que su madre le había colocado sobre el pecho al despedirlo para su excursión a la Sierra, y lo puso ante los ojos de la ondina, protegiéndose la cara con la efigie del Redentor.

Verla, y lanzar el pájaro blanco un lúgubre graznido, fueron hechos simultáneos; quiso avanzar sobre el mancebo, pero se halló sujeta por una fuerza sobrenatural y misteriosa, y airada y rugiendo, se fue alejando poco a poco, hasta que se perdió en las tinieblas de la noche. Varios pastores la han oído de noche llamando a gritos al cazador de la montaña.

No hay noticias desde entonces de que un solo mortal se haya librado de las garras del pájaro-mujer. Cuantos han recibido su visita en las alturas de la Sierra, han sido implacablemente atraídos hasta los bordes de la laguna, y arrastrados bajo sus aguas tenebrosas. La ondina no ha vuelto a sentir amor ni compasión. Cuantos han tenido la desgracia de verla, han hallado la muerte al mismo tiempo. ¡Ay de quien la encuentre en las soledades de la Sierra.





Otra de las leyendas de esta laguna de Vacares es la siguiente:


Yace la Laguna, que califican de traicionera, y a la que nunca acercan sus ganados los pastores de la Sierra, en el fondo de una profunda sima, que le da aspecto terrorífico en medio de aquellas soledades, rarísima vez pisadas por la planta humana, y casi siempre coronadas por un turbante de nubes.

   En tiempo de los moros, hubo en las alturas de Sierra Nevada un espléndido palacio, rodeado de bellísimo jardín. Eran de mármol y de serpentina las solerías, y de estucos y alicatados, como los bellos aposentos de la Alhambra, las paredes. Espesas arboledas se prolongaban hasta un lejano cerco de montañas, manteniendo el palacio aislado y oculto de la curiosidad de los mortales.

   Allí vivía una bellísima princesa, cuyo padre, el Rey moro de Granada, la sometió recién nacida al estudio de los sabios, mandándoles descifrar el Destino de la niña en el libro de los astros. El horóscopo anunció que la princesa moriría al conocer el Amor, y el Rey, queriendo oponerse a la fatal sentencia, fabricó el palacio en el sitio más inaccesible de la Sierra, mandando que nadie se acercase a aquel lugar, donde la encerró bajo la vigilancia de una mujer de confianza: la discreta Kadiga, de los cuentos alhambreños.

   Pasaron los años, y la niña llegó a hacerse mujer, sin conocer más mundo que el que se contenía en aquel marco de montañas, ni más personas que las esclavas encargadas de su servicio. Un tenebroso subterráneo, cuya entrada era un misterio para todos, permitía al Rey visitar de vez en cuando aquel paraje inaccesible, y ver desde lejos a su hija, cuando oculto entre las espesuras la miraba pasar por los laberintos del jardín.

   Se hallaba un día Cobayda (que así se llamaba la princesa) recreándose en los bosques que limitaban el recinto de la morada, cuando apareció entre los árboles un arrogante caballero, que se había perdido en la montaña y vagaba de valle en valle sin encontrar el camino que la condujera a la ciudad.

    La princesa, que nunca había visto más que en sueños una figura varonil, sintió intensa emoción ante aquel joven tan apuesto. El doncel, por su parte también se enamoró, y desde entonces, y aprovechándose de la confiada seguridad en que vivían Kadiga y sus esclavas, salía todas las noches la princesa para encontrar al joven vestido de azul, junto a las frondosas alamedas del jardín.

     El carácter antes triste y melancólico de Cobayda, se tornó alegre y animado. Esto despertó las sospechas de Kadiga, y puesta en vigilante acecho confirmó sus temores, sorprendiendo a la enamorada pareja.

  Montó en cólera el Sultán al conocer la noticia, y la comprobó por sí mismo, escuchando las palabras de amor que el hermoso joven deslizaba junto al oído de la enamorada doncella.

   Ciego de ira el Rey moro se lanzó furioso contra la feliz pareja. Un relámpago brilló cuando el Sultán desenvainó su alfanje damasquino, y la cabeza del doncel rodó largo trecho por el suelo, hasta quedarse convertida en una piedra negruzca que aún puede reconocerse fácilmente.

   La princesa, asustada por aquella terrible aparición, quedó convertida en hielo, y de sus ojos brotaron tantas lágrimas que bastaron para llenar el valle y convertirlo en un lago salado (La Laguna de Vacares), que cubrió el palacio, el valle y el jardín. El Rey, aterrado por la desesperación de aquella hija predilecta, quiso huir, pero no pudo: se había convertido en una enorme roca, que sigue enhiesta junto a la  Laguna, y gime y brama cuando en las noches de furioso temporal la recorren el remordimiento y el dolor.




BIBLIOGRAFIA:


FERNÁNDEZ, Fidel (1931) Sierra Nevada.

TITOS MARTINEZ, Manuel (1992). Leyendas de Sierra Nevada.

FERNANDEZ MARTINEZ. F y FERNÁNDEZ RUBIO,F. Sierra Nevada.