Sierra Nevada tiene en su
territorio una gran variedad de lagunas y lagunillos, algunas de
ellas muy conocidas como la laguna de las Yeguas, otros algo
escondidos y difíciles de acceder como el lagunillo misterioso, pero
también hay lagunas llenas de leyendas e historias, y sin duda
alguna la laguna de Vacares es su mejor referente, se encuentra bajo
el Puntal de Vacares en una de las zonas de la Sierra menos
transitadas, de hecho se queda lejos de la estación de esquí de
Pradollano y del eje Veleta-Mulhacén tan transitado por
excursionistas y montañeros. Está a una altura de 2869 metros es
una laguna de origen glacial con una gran profundidad, lo que ya de
hecho le da un aspecto siniestro, no cuenta con salida de agua como
otras lagunas de Sierra Nevada.
Históricamente las
gentes de Sierra Nevada han dicho de esta laguna que es un ojo de Mar
que comunica con el Mediterráneo, que encierra un filón de oro en
sus profundidades, que encierra un palacio moro, o que da albergue a
un pájaro blanco que anuncia la muerte entre otros. Estas leyendas
han sido recogidas por varios autores como Fidel Fernández o Titos
Martínez, y a continuación vamos a reproducir algunas de ellas.
Leyenda del “Pájaro
blanco de Vacares”.
Hace ya muchos años que
tres cazadores de cabras monteses que seguían los rastros de una res
se perdieron en los laberintos de la Sierra, y se encontraron, ya
bien entrada la noche, en los precipicios que rodean a la Laguna de
Vacares, de donde era imposible salir sin luz del día. Buscaron,
pues, una oquedad en la que guarecerse, y se prepararon a dormir al
abrigo del refugio improvisado, quemando algunas ramas de sabina para
calentarse.
Era una noche
tenebrosa. El cielo estaba cubierto de nubes, y temiendo el ataque de
los lobos, acordaron que uno de los cazadores vigilara junto al
fuego, mientras los otros dos se envolvían en mantas, con la
carabina al alcance de la mano.
Buen rato llevaba de
centinela el cazador a quien correspondía el primer tercio de la
guardia, cuando observó una lucecilla brillante y azulada, que como
estrella fugitiva giraba junto a él. Arrojó, alarmado, un haz de
leña sobre los rescoldos de la hoguera, y al lograr un vivo
resplandor que disipó la oscuridad pudo apreciar que la luz que
tanto había llamado su atención brillaba entre los ojos de un
pájaro blanco, que le miraba fijamente.
Requirió el cazador la
carabina, y apuntando con cuidado, hizo fuego. La detonación retumbó
de roca en roca como un trueno formidable; se apagó de repente la
blanca lucecita, y del lugar donde el ave posaba sus plantas, surgió
una hermosísima mujer vestida de blanco, que lo miraba sonriente,
llamándolo con palabras de amor.
Cuando al amanecer
despertaron los otros dos cazadores, hallaron junto a las cenizas de
la hoguera el rifle disparado de su compañero, y a pesar de
registrar los alrededores con cuidado, no lo pudieron encontrar entre
las rocas que se acumulan en Vacares, por lo cual dedicaron el día a
recorrer uno por uno los recovecos cercanos de la Sierra, volviendo
cerca del ocaso a refugiarse en la misma guarida que les cobijó la
noche anterior.
Se acostó bajo la roca
el más joven de los dos, y comenzó el mayor la vigilancia,
paseando, arma al brazo, junto a la hoguera chispeante. Un ruido
extraño le hizo fijar la atención en una hermosa ave blanca, que en
círculos espaciosos y pausados se cernía sobre él. En la frente de
aquel pájaro brillaba un magnífico diamante, que despedía
destellos azulados. El cazador quedó absorto. El ave se detuvo de
pronto, inmóvil sobre una roca, tapándose con un penacho de plumas
la luz que fulgía en medio de su frente, y dando lugar a que el
montañés, repuesto de la impresión, apuntase con la escopeta e
hiciera fuego sobre el pájaro, que se transformó en una mujer
admirable, ante la que cayó fascinado, de rodillas, el cazador de
monteses.
Cuando a la mañana
siguiente despertó su compañero, se encontró solo, absolutamente
solo, en la orilla de la laguna de Vacares. Poseía el valor nativo
de los montañeses y no le arredró la soledad. Decidido a
desentrañar el secreto de aquellas misteriosas desapariciones, se
preparó a pasar la noche vigilante en la misma gruta que les había
servido de pasajero refugio. Encendió lumbre, puso a mano la
escopeta y se recostó sobre la roca, dispuesto a pasar la noche en
vela.
De pronto, brilló una
cosa blanca al otro lado del fuego; lo blanco tomó forma de ave que
se transformó en una mujer muy hermosa. Ligera como el viento, y
antes de que el cazador hubiera podido incorporarse, estaba a su lado
la bella aparición, y tocándole con un dedo entre los ojos, lo
sumió en un profundo letargo.
La ondina, mirando
fijamente al cazador, fue presa de un estremecimiento y, cuando quiso
arrastrar al joven hacia la laguna, notó una sensación extraña que
nunca había experimentado. ¡Qué bello es!, se dijo. Quedó unos
instantes en silencio, reflejando en su rostro huellas de una
profunda emoción; pudo, al fin, dominar la perfidia de sus instintos
destructores, y se fue inclinando poco a poco hasta poner sus labios
en la frente del cazador, donde depositó un beso de pasión. ¡Este
no! –murmuró sonriendo– ¡Tan joven! ¡Tan bello! ¡Perezcan
otros por él! ¡Este será mi amante, y yo seré su esclava, si me
concede su amor!
La bella aparición
recobró la forma alada, y colocando sobre su lomo al dormido
cazador, se lanzó a la laguna, atravesó sus ondas, y pronto estuvo
con su preciosa carga en la gruta misteriosa que le servía de
guarida.
Cuando el cazador abrió
los ojos en un palacio de cristal, iluminado por diáfana claridad,
tenía a sus pies, rendida y sonriente, a la misteriosa dama blanca
que solicitaba sus amores.
Aquella gruta resultó
para el joven cazador un paraíso en miniatura. Los días pasaban sin
sentir. El pájaro blanco, siempre a los pies del mancebo, dejó de
presentarse sobre la tierra, y sólo vivía para el galán
afortunado. Mucho tiempo transcurrió sin que iluminara con su luz
fosforescente las sombrías laderas de la laguna de Vacares.
Un día, sin embargo,
despertaron sus apetitos carniceros y abandonó por unas horas al
mancebo, para volver a sus acechaderos de la Sierra. Curioso, el
cazador se entretuvo en recorrer las galerías del dorado calabozo,
en una de las cuales, y entre restos de pastores devorados por la
ondina, reconoció los de sus compañeros.
Se apoderó de él un
terror profundo, y el recuerdo de sus padres le trajo el deseo
ardiente de salir de allí. Pero no le era fácil conseguirlo, ni
hubiera podido 1ograrlo si, guardando un profundo disimulo, no
hubiera sugerido una noche a su guardiana la idea de que lo sacara,
siquiera por unas horas, a pasear sobre la superficie de la tierra.
Extendió la bella
ondina, convertida en ave blanca, las dos alas por el aire; y a
caballo sobre ellas el amante, remontaron hasta una roca erguida en
medio de un valle solitario. Sacó entonces el cazador un pequeño
crucifijo que su madre le había colocado sobre el pecho al
despedirlo para su excursión a la Sierra, y lo puso ante los ojos de
la ondina, protegiéndose la cara con la efigie del Redentor.
Verla, y lanzar el
pájaro blanco un lúgubre graznido, fueron hechos simultáneos;
quiso avanzar sobre el mancebo, pero se halló sujeta por una fuerza
sobrenatural y misteriosa, y airada y rugiendo, se fue alejando poco
a poco, hasta que se perdió en las tinieblas de la noche. Varios
pastores la han oído de noche llamando a gritos al cazador de la
montaña.
No hay noticias desde
entonces de que un solo mortal se haya librado de las garras del
pájaro-mujer. Cuantos han recibido su visita en las alturas de la
Sierra, han sido implacablemente atraídos hasta los bordes de la
laguna, y arrastrados bajo sus aguas tenebrosas. La ondina no ha
vuelto a sentir amor ni compasión. Cuantos han tenido la desgracia
de verla, han hallado la muerte al mismo tiempo. ¡Ay de quien la
encuentre en las soledades de la Sierra.
Otra de las leyendas de
esta laguna de Vacares es la siguiente:
Yace la
Laguna, que califican de traicionera, y a la que nunca acercan sus
ganados los pastores de la Sierra, en el fondo de una profunda
sima, que le da aspecto terrorífico en medio de aquellas soledades,
rarísima vez pisadas por la planta humana, y casi siempre coronadas
por un turbante de nubes.
En
tiempo de los moros, hubo en las alturas de Sierra Nevada un
espléndido palacio, rodeado de bellísimo jardín. Eran de mármol y
de serpentina las solerías, y de estucos y alicatados, como los
bellos aposentos de la Alhambra, las paredes. Espesas arboledas
se prolongaban hasta un lejano cerco de montañas, manteniendo el
palacio aislado y oculto de la curiosidad de los mortales.
Allí
vivía una bellísima princesa, cuyo padre, el Rey moro de Granada,
la sometió recién nacida al estudio de los
sabios, mandándoles descifrar el Destino de la niña en el
libro de los astros. El horóscopo anunció que la princesa
moriría al conocer el Amor, y el Rey, queriendo oponerse a la fatal
sentencia, fabricó el palacio en el sitio más inaccesible de la
Sierra, mandando que nadie se acercase a aquel lugar, donde la
encerró bajo la vigilancia de una mujer de confianza: la discreta
Kadiga, de los cuentos alhambreños.
Pasaron
los años, y la niña llegó a hacerse mujer, sin conocer más mundo
que el que se contenía en aquel marco de montañas, ni más personas
que las esclavas encargadas de su servicio. Un tenebroso subterráneo,
cuya entrada era un misterio para todos, permitía al Rey visitar de
vez en cuando aquel paraje inaccesible, y ver desde lejos a su hija,
cuando oculto entre las espesuras la miraba pasar por los laberintos
del jardín.
Se
hallaba un día Cobayda (que así se llamaba la princesa) recreándose
en los bosques que limitaban el recinto de la morada, cuando apareció
entre los árboles un arrogante caballero, que se había perdido en
la montaña y vagaba de valle en valle sin encontrar el camino que la
condujera a la ciudad.
La
princesa, que nunca había visto más que en sueños una figura
varonil, sintió intensa emoción ante aquel joven tan apuesto. El
doncel, por su parte también se enamoró, y desde entonces, y
aprovechándose de la confiada seguridad en que vivían Kadiga y sus
esclavas, salía todas las noches la princesa para encontrar al joven
vestido de azul, junto a las frondosas alamedas del jardín.
El
carácter antes triste y melancólico de Cobayda, se tornó alegre y
animado. Esto despertó las sospechas de Kadiga, y puesta en
vigilante acecho confirmó sus temores, sorprendiendo a la enamorada
pareja.
Montó
en cólera el Sultán al conocer la noticia, y la comprobó por sí
mismo, escuchando las palabras de amor que el hermoso joven deslizaba
junto al oído de la enamorada doncella.
Ciego
de ira el Rey moro se lanzó furioso contra la feliz pareja. Un
relámpago brilló cuando el Sultán desenvainó su alfanje
damasquino, y la cabeza del doncel rodó largo trecho por el suelo,
hasta quedarse convertida en una piedra negruzca que aún puede
reconocerse fácilmente.
La
princesa, asustada por aquella terrible aparición, quedó convertida
en hielo, y de sus ojos brotaron tantas lágrimas que bastaron para
llenar el valle y convertirlo en un lago salado (La Laguna de
Vacares), que cubrió el palacio, el valle y el jardín. El Rey,
aterrado por la desesperación de aquella hija predilecta, quiso
huir, pero no pudo: se había convertido en una enorme roca, que
sigue enhiesta junto a la Laguna, y gime y brama
cuando en las noches de furioso temporal la recorren el remordimiento
y el dolor.
BIBLIOGRAFIA:
FERNÁNDEZ, Fidel (1931)
Sierra Nevada.
TITOS MARTINEZ, Manuel
(1992). Leyendas de Sierra Nevada.
FERNANDEZ MARTINEZ. F y
FERNÁNDEZ RUBIO,F. Sierra Nevada.